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El Tetraedromo

26 de junio de 2009

El Tetraedromo se erigía como el centro del mundo. Al igual que todos los de su raza, al llegar al décimo ciclo de su vida, abandonaría la morada materna para explorar los confines del planeta rojo. Su camino, tan improbable como el vaivén de una hoja en medio de un huracán, finalmente terminó frente a la monolítica construcción. Con otros diez ciclos encima, no dejó de sorprenderlo la locura del hombre -¿o de los dioses?- al erigir tan inconmensurable y extravagante edificación. La calma alrededor de El Tetraedromo precedía un torrente de sensaciones que yacían en su interior. El se aventuró a dar el paso que lo llevaría al final de su viaje. Una magnífica ciudad se abrío ante sus ojos. De inmediato, todo el resto de su existencia no fue más que un suave alisio que rozó su mejilla. Llevado por este mundo de ensueño, circuló por tantos posibles estados del ánimo como le fue posible. Fue rey y mago, amante y paria. Fue juez y verdugo, salvador de almas e ingeniero ambiental. Hizo con la exactitud de un ebrio caminos y leyes. Pintó murales y letrinas. Sacrificó corderos y crió serpientes. Refutó a sus dioses y amó a sus enemigos. Vio la muerte y desestimó la vida. Deseó con fervor el cambio y lo detestó a su llegada.

Se vió a sí mismo como explorador de lo inconmensurable, caminante de los recovecos de la existencia, navegante de los mares del conocimiento, vigía de un universo infinito.

Y así fue como, finalmente, le fue otorgado el título de la madurez. Sus cenizas sirvieron de sustento para otro pilar de El Tetraedromo, aquella gris e incesante construcción, mantenida por los vivos, erigida por sus muertos.

Manuel Herrera López
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