Me sentí abrumado de perderlo todo. O por lo menos eso era lo que creía. Botado del trabajo, abandonado por mi esposa, desterrado de mi casa, expropiado por los bancos. Totalmente perdido, sin un solo amigo a quien recurrir, solo en medio de esta jungla de acero, concreto y cristal, durmiendo en un cuarto de algún hotelucho del centro, comiendo una vez cada dos días, vendiendo y empeñando hasta la ropa. Pocos me reconocerían ahora, afortunadamente. Mi ego es lo único que me queda, ojalá lo pudiera vender por un plato de sopa.
Así, tan desgraciado como me sentía y veía, solo me restaba pedir limosna, y así terminó siendo. En una esquina cualquiera, barbado y andrajoso, me paré a mendigar la caridad ajena. Y allí lo vi todo con total claridad. Recordé como día tras día yo mismo me iba encargando de horadar los cimientos de mi vida, huyendo de la realidad, ahogando mis sentimientos en el alcohol y las drogas, traicionando la confianza de quienes me rodeaban.
Aquí en esta esquina me quedaré plantado, echaré raíces, sacaré hojas, me moveré con el viento. Me doy cuenta que esta nueva etapa era mi destino, ser un árbol. Una acacia o un roble, no importa, el eucalipto del lado es Jorge, mi jefe.