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Tranquilo

08 de octubre de 2007

Me encuentro a unos ocho kilómetros del pueblo. Mientras permanezco en este claro del bosque alcanzo a ver a lo lejos la torre amarilla de la iglesia. Siempre quise pintarla, pero el retrógrado cura hacía lo que fuera por impedírmelo, me decía que era una acción blasfema, que el Señor bajaría de su cruz y me azotaría por todo el pueblo. El cura ya murió y yo pinté su iglesia incontables veces. Ahora, viéndola desde aquí, me produce una tranquilidad inconmensurable su rígido aspecto, erguida en medio de un centenar de irregulares chozas.

El sol llega al cenit, el calor abraza todo mi cuerpo. Nunca me acostumbre a el, aun luego de pasar toda una vida en este maldito horno. Espero que el infierno, al cual ya me han destinado, no sea el hogar de las llamas eternas, simplemente no lo soportaría.

Vuelvo de nuevo la mirada hacia el pueblo, pero fijo mi atención en las montañas que lo rodean. Se ven de un tono violeta, como pintadas con el color equivocado.

Escucho a alguien proferir algunas palabras, y entonces me sacan de mis pensamientos. Aun así, solo quiero guardar para siempre el recuerdo de la imagen de mi pueblo desde la lejanía. Así cierro mis ojos y repaso cada uno de los matices y formas que logré captar. Escucho el ronco sonido de varios rifles disparando, y caigo fusilado.

Manuel Herrera López
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