Ayer ellos volvieron, y en verdad me cogieron por sorpresa. Sus rostros estaban curtidos por el liquen de años bajo tierra; pero se veían igualmente poderosos, tal como los conocí.
Fue hace muchos años, en uno de mis interminables viajes en algún bus amarillo de regreso a casa, cuando los vi por primera vez. A un lado del camino uno de ellos me sonrió mientras levantaba su mano para pasársela por el cabello.
El bus esperaba a una fatigada anciana que intentaba darle alcance mientras yo los miraba a ellos. Sus magníficos cuerpos eran casi de ficción. Me imaginaba las increíbles hazañas que podían lograr. Pero estaba equivocado. Eran mucho más que increíbles, eran casi dioses.
De ahí en adelante, y durante todo el tiempo que pasé por la misma ruta, me detenía a mirarlos, y ellos lentamente se fueron encariñando conmigo. Terminamos siendo amigos y en varas ocasiones me acompañaron en mi viajes. Pero un día no volvieron. Y por alguna extraña razón no los eché de menos.
Ayer regresaron. Emergieron de algún socavón en donde estaban enterrados, en donde seguramente alguno de sus terribles enemigos los había sepultado. Y volvieron de nuevo a mí. Volvieron mis amigos de la infancia, regresaron ellos, mis amigos imaginarios.