Ella, una joven de unos veinte años, vestida con una larga falda blanca con manchones azules, hacía fila en la cola de un banco. Cabizbaja, parecía que de un momento a otro la atacaría el llanto. Cogía el papelito de la transacción con tal suavidad que una leve brizna lo llevaría más allá del alcance de sus manos.
Atrás de ella una chica un poco mayor, con la cara estrellada de pequitas cafés, miraba para todos lados. Sus manos parecían tener vida propia: se enredaban entre su cabello, corrían por la banda negra del separador, se encontraban y formaban caóticas figuras con sus dedos.
Vestía una chaqueta corta de un color indescifrable, llevaba un pantalón de drill lleno de parches y rotos, y remataban unos zapatos deportivos absolutamente cubiertos de polvo.
De repente, el único cajero del banco se paró de su silla y, como un mensajero de la muerte, dijo en tono sepulcral: "no hay sistema".
La chica de enfrente salió de su letargo y solo pudo ponerse a llorar. La otra, en un vano intento por calmarse, intentó fumarse un cigarrillo, pero el guardia se lo rapó de entre los labios y le señaló el aviso en donde se mostraba una colilla tachada con una gran equis roja.
Sin más remedio salieron ambas. Yo iba detrás suyo. Creí ver en ellas rostros conocidos, pero nunca haberlas visto juntas. Tristeza y ansiedad no son buenas amigas.