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La Estación

23 de septiembre de 1999

Se encontraba esperando el momento de mi partida en la estación. Rayaban las seis de la tarde, los vidrios de los aparadores reflejaban una infinitud de rojos soles mientras el letargo apabullaba cualquier esperanza de movimiento.

Llevábamos más de tres horas sentados uno al lado del otro en absoluto silencio sin intercambiar siquiera una mirada. Pero no estaba incomodo. Hordas de personas transitan frente a nosotros, sus voces juntas formaban un melodioso y dispar coro totalmente imperceptible para sus interpretes. Con el paso de las horas, llegando al ocaso, el coro fue muriendo junto con la presencia de aquellas horas que lo liberaban. Los últimos resplandores solares penetraban por los inmensos ventanales hasta nuestras retinas, encendiendo mi alma. Pronto acabaría el día y con su final llegaría el mio en este alucinante lugar.

Su compañía fue durante mucho tiempo el impulso de mi vida. Ahora, aun a mi lado en el momento de mi partida, recuerdo como un vago y lejano recuerdo el maravilloso instante en que nuestros caminos se cruzaron y un vendaval de emociones y experiencias azotó nuestras vidas.

Una gran mosca voló frente a nuestros ojos acompañada de un ronco aleteo similar a un trueno en miniatura. Su movimiento fue tan lento que casi pude ver como la luz roja brillaba en cada una de las facetas de sus ojos. Seguí con la mirada su trayectoria hasta que me sorprendí mirando el rostro de mi acompañante, detallando milimétricamente el contorno de su perfil. De inmediato evité sus ojos y me abordó el tan eludido sentimiento de melancolía. Un par de niños nos observaban detrás de una columna. Entonces me di cuenta que las lágrimas caían por mis mejillas, y que, para mi sorpresa, ella secaba sus ojos con la manga de su camisa.

A lo lejos las montañas alcanzaban el sol dejando paso a la penumbra y anunciando mi inminente retiro de esta, mi última morada. Un timbre determinó mi partida, de inmediato me puse de pie, pero no me moví. Permanecí en el mismo lugar por unos cinco minutos. Repentinamente sentí como su mano rodeaba mi torso juntándose con la otra para darme un abrazo. Me di vuelta y la abracé fuertemente, mis ojos se nublaron y mi garganta se atoró con todas las palabras que quería decir. Nos soltamos lentamente, como queriendo no hacerlo. Ella enfrente mio solo me miraba y así me dijo adiós. Caminé hacia el autobús arrastrando mi maleta por el pasillo. Un total silencio rodeó el ambiente. Como espectadoras de una telenovela, las vendedoras nos observaban completamente absortas e inmóviles detrás de sus puestos y vitrinas. Tal vez aguardaban verme regresar en el último minuto, pues al arrancar el bus, soñé escuchar algunos sollozos en la estación.

Tiempo después regresé, pero nadie supo que pasó con ella, solo la vieron salir del lugar y caminar bajo los focos de luz hasta perderse en la oscuridad.

Manuel Herrera López
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